Al fin habíamos
llegado a aquella hermosa cicatriz que podía divisarse desde la falda de la
montaña. Había depositado todas las esperanzas de mi largo viaje hasta la Costa Mediterránea
en aquella gruta, de la que esperaba recibir las respuestas a cientos de
preguntas que se hospedaban en mi cabeza desde hacía años. Levanté la mirada y mis
ojos se cargaron de alegría al contemplar que estábamos tan solo a unos metros
de la Cueva del
Parpalló. A pesar de que estaba ansioso de cruzar su puerta, decidí que sería
mejor tomarnos un merecido descanso antes de entrar y de esa manera recuperar
fuerzas e hidratarnos tras la dura caminata.
Tras dar buena
cuenta del bocadillo y mientras esperaba a que los demás acabaran de almorzar
decidí que lo mejor sería echar un vistazo por los alrededores de la cueva. Si mis
sospechas eran ciertas, allí debía encontrar indicios suficientes que confirmaran
que aquella zona ya había sido habitada hacía miles de años por nuestros
congéneres.
No
tardé demasiado tiempo en darme cuenta de que mis teorías no serían fáciles de
corroborar al menos sin pisar el interior de la cueva, ya que aquel sendero había
sido utilizado con regularidad por pastores y rebaños vecinos que incluso
habían utilizado aquellas cavidades como refugio habitual. Para mi
satisfacción, mientras exploraba las inmediaciones pude encontrar algunos
pedernales o “piedras de fuego”, que era el nombre con el que comúnmente
llamaban los campesinos a sus mecheros, algo que resultaba una buena noticia
para mí y para mi equipo. Sin ni siquiera prestar atención, fui adentrándome entre los arbustos y
acercándome a aquella garganta excavada en la roca. La estudié durante unos
minutos. A simple vista parecía de fácil acceso, así que avisé a mis compañeros
de que realizaría una primera exploración en solitario. Tras colocarme el traje
impermeable, prendí fuego a la llama de mi casco y le solicité a Joan que me
ayudara a asegurar las cuerdas de seguridad al arnés de cuero que habíamos
fabricado para la ocasión.
Después de dar unos
primeros pasos inestables hacia el interior de la caverna adentrándome en la
negrura, vi algo en el suelo que me
llamó la atención. Me agaché y tomé entre mis dedos lo que a todas luces era la
punta de una flecha de aletas y pedúnculo. Las pequeñas láminas geométricas de
sílex utilizadas en su confección me indicaron que debían tener entre unos
11.000 y 15.000 años. Eché un vistazo a mi alrededor esperando poder encontrar
más objetos que pudieran darme más datos sobre la antigüedad de aquella pequeña
joya de la naturaleza bajo la que me resguardaba. A pocos metros divisé una
pieza que también llamó mi atención. Me acerqué y cogí el objeto comprobando, cuando
lo tuve en mi mano que se trataba de un raspador de sílice con un extremo
redondeado que solía ser utilizado en el paleolítico superior para el trato de
la piel y la fabricación de ropa y calzado.
A
medida que entraba en la cueva, sentía como mi espíritu se sentía cada vez más
libre, menos atado a la realidad que me rodeaba y más en comunión con aquella
hospitalaria morada. Mientras los segundos pasaban, no podía creer lo que
estaba ocurriendo a mi alrededor. La quietud que me había rodeado hasta ese
momento comenzaba a resquebrajarse animada por el estado de éxtasis que me
embargaba. Cuando abrí mis ojos tras ese momento de ensoñación, sentí que
pertenecía a aquel lugar tanto como aquellas figuras de cabellos largos que me
rodeaban y que grababan con tesón imágenes de animales sobre las plaquetas de
la galería interior. Por ensalmo, mi mirada se desvió hacia un rincón en el que
un malhumorado individuo se encontraba acuclillado y desde el que desechaba
lanzando al aire diferentes instrumentos rotos o inservibles. Los cazadores
procedían a la inscripción y decoración de sus jabalinas preparándolas para la
caza, mientras las mujeres despellejaban los animales para proceder a su
cocinado.
Una
voz me sacó de mi sueño mientras una sonrisa de satisfacción afloraba en mi
rostro. Sentí que la paz y la felicidad me embargaban después de comprobar que
todos aquellos años de dedicación habían sido recompensados.
Leonardo Jiménez Gómez
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