Miguel se agazapó entre los arbustos,
intentando realizar el menor ruido posible para, de esa manera, no alertar a su
presa. Pudo contemplar como el rostro del jabalí se desdibujaba en las frías
aguas del lago cada vez que el animal hundía su hocico en ellas para saciar su
sed.
El muchacho se acuclilló lentamente,
amagándose tras el tronco de un roble, y sin dejar de observar cada uno de los
movimientos de la que sería su futura cena, respiró pausadamente hasta tener los
pulmones llenos de aire. Contuvo la respiración, y tomó un puñado de nieve del
suelo para llevárselo a la boca. Era un truco que le había enseñado su padre para
evitar que el vaho delatara su posición. Sigilosamente, dobló el brazo hacia atrás
y tomó entre los dedos una de las flechas que deslizó por el vientre del arco,
que levantó hasta tener el asta a la altura de sus pupilas. Entonces comenzó a
tensar la cuerda, dejando que los músculos de su brazo acompañasen su
movimiento hasta que un suave silbido rompió con el silencio de la dulce
mañana.
Muchos años
más tarde en ese mismo lugar...
Mari Carmen se alejó del banco que reposaba
frente a ella, y que hasta su llegada, había sido el único testigo de aquel
maravilloso amanecer. Se abrochó el último botón de su chaqueta y cerró los
ojos para dejar que el olor a tierra húmeda inundará sus sentidos. No pudo
evitar que una furtiva lágrima, alentada por las bajas temperaturas de invierno,
se escapara por la comisura de sus párpados. Tras secársela con el dorso de su mano,
cogió la cámara entre sus dedos y enfocó en dirección al lago para realizar un
primer encuadre. Tras unos segundos de reflexión, dio un paso atrás y tomando
de nuevo el aparato, contempló de nuevo el paisaje a través del visor para ver
cómo quedaría la instantánea final. Entonces, contuvo el aliento durante unos
segundos y con suma delicadeza, apretó el disparador para inmortalizar la
escena que ganaría el concurso.
Leonardo Jiménez Gómez
Taller Creación Literaria
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